domingo, 18 de noviembre de 2012

Arroz con tomate

Cuando mi abuelo era joven, una de las normas- llamémosla así- era estar en casa antes de que su padre llegara, para así cenar todos juntos. Puede parecer lógico en los tiempos de la posguerra  cuando la mesa del comedor familiar tenía dieciocho sillas y considerando el genio de mi bisabuelo. Pero no, no es para nada raro. De hecho, mi madre ha querido mantener la tradición explicándonos que “la familia que come unida, permanece unida”.
                Imagínense: un hombre se mira al espejo del ascensor intentando esbozar la mejor sonrisa que le puede salir después de enterarse de que ya son dos menos sus compañeros de trabajo y que el próximo podría ser él. Las cosas no están bien, nada bien, pero no quiere preocupar a su mujer. Las puertas del ascensor se abren, y puede percibir un olor familiar. Arroz con tomate. ¡Ella ha preparado arroz con tomate! La sonrisa sale fácil y más cuando nada más entrar se le cuelgan de los brazos sus hijos. Le da un beso a su mujer: puede que los problemas no se solucionen con un plato de arroz, pero desde luego es estos momentos es de estos detalles  de donde sacará fuerzas para combatir a cualquier jefe malhumorado. El mantel acaba lleno de salsa, los pijamas de los niños también, pero cada una de las motas imposibles de quitar refleja los planes, sueños y aventuras que han pensado vivir juntos. Todo parece más fácil al calor del hogar. Es en esa cena donde el padre descansa, se olvida por unos instantes del mundo exterior.
                La mesa hace familia. No hace falta serlo para sentirse como en casa. Pienso en los que vivimos lejos de nuestros hogares.  Y hablo desde la experiencia de una chica que vive en un Colegio Mayor. A lo largo del día, rara vez me cruzo con alguna del cole. Las prácticas, los seminarios, las clases condicionan el ritmo de nuestra existencia universitaria. Pero al llegar la hora del almuerzo o la cena, y compartir mesa todo cambia. No solo compartimos la deliciosa comida que nos preparan con tanto cariño y dedicación. No. Aquí compartimos alegrías, broncas, ese chico que no me llama, ese chico que me llama demasiado, bromas, agobios…nos conocemos, y del roce nace el cariño. Y sí, echamos de menos a nuestras familias, pero ahora tenemos una más variopinta y grande a la que cuidar, tratar y sorprender. También he podido experimentar la sensación de la persona que come sola delante de la tele porque nunca hay nadie en casa. Porque nadie se preocupa de organizarse para intentar aunque sea tomar el postre o el café con la que viene después. Al principio procurábamos comer todas juntas, pero por hache o por be, esa intención se fue quedando en lo que era, una intención. Y estoy segura de que si hubiéramos luchado un poco más en hacernos la vida un poco mas agradable, con  detalles tontos como la mesa puesta para las tres, o una ensalada en un bol y no en un plato de postre, habríamos acabado mucho mejor que en la actualidad.
                “Tripita llena, corazón contento”. No sé donde escuche esta frase, pero me gusta mucho utilizarla. ¿A quién no se le ilumina la cara cuando su madre le dice que al volver a casa le estará esperando con su plato favorito encima de la mesa, o que en la despensa habrá cuatro paquetes de los cereales que más le gustan? Comer es uno de los pocos placeres permitidos, y ¿con quién mejor compartirlo que con la gente que más quieres? Recuerdo con nostalgia los domingos en casa de mis abuelos en los que después de almorzar, entre nubes de humo y olor a café los mayores arreglaban el mundo.

Y para nosotros, estudiantes, es muy fácil. No necesitamos grandes cosas para disfrutar con nuestros amigos, si es que lo son. No sé si estaréis de acuerdo, pero para mí los mejores momentos han transcurrido entre pizzas y coca colas. La familia se “hace” no se “nace”, y por eso hay que cuidarla, al igual que los amigos, y ¿qué mejor modo que compartiendo un plato de arroz con tomate?.

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