Hace unas semanas, acudí a la
tradicional comida dominical en casa de mis abuelos. Los mayores se pusieron a
solucionar el mundo entre caladas y cortados, por lo que mis primos pequeños, los únicos
presentes, y yo, nos fuimos al salón.
Mientras que sus hermanos se entretenían
con una bolita de papel aluminio como pelota de fútbol, y sus dedos como
jugadores, yo me dejaba pintar las uñas con el último
grito en lacas en el curso de la pequeña África. He de decirles que lo que
menos brillaba era la purpurina.
Durante la primera parte del
partido, los papeles se repartieron de la siguiente forma: Mateo se encontraba
indispuesto debido a lo que el llamaba una herida
de guerra en la muñeca por defender a su hermano mediano ante la acusación
de “pelota”. Hay que reconocer que el chico no lo hace mal, que es un encantador
de serpientes nato y que si en el recreo tiene que acercarse al profesor de
Science para convencerle de que no le saque a hacer los problemas, lo hará.
Mientras el hacía de comentarista, Nando, el mediano hacia de Messi y Martín,
el pequeño, de Llorente.
Durante la primera parte apenas
preste atención al partido, eran más entretenidas las caras que ponía África al
intentar no salirse al pintar. Quedaron 2-2, y por lo visto, eso era una deshonra:
había que desempatar, así que se retaron mutuamente, y esto sí que no nos lo
podíamos perder las chicas. Más que nada, porque nos dedicarían el gol de la victoria. Mateo se fue, y Nando asumió
el papel de periodista. Después de un buen trago de leche fresca, se
dispusieron a rematar la tarea: había mucho en juego, especialmente para el
pequeño que podía ganarse el aprecio futbolístico de sus hermanos.
Los minutos siguientes
transcurrieron entre tijeras, remates y caños. He de reconocer que estuve muy
metida, a pesar mi ignorancia en este terreno pensé que si tenían esa destreza
con los dedos, verlos en el campo tendría que ser muy emocionante.
Llegó el
momento. Sonó por toda la casa. Tres letras, una mantenida en el tiempo. ¡Gol!
¡Gooooooooooool!…el público enloquece, goooooool de Llorente. ¡Qué alucine señores! ¡Qué
alucine!
Mateo vino corriendo desde la
cocina a felicitar a su hermano: por lo visto el chico tenía dotes en esto de
fútbol. Se acercó a Nando, y acompañada de una palmada en la espalda, dijo la
siguiente frase, con el tono del que ya no tiene nada que aprender del mundo.
-Así es la vida, chaval- y se fue
con el campeón, que llevaba las manos llenas de los sugus que prometí al
vencedor del torneo.
Mientras que África recogía todos
los botes de pintauñas, yo me
acerque a Nando que estaba viendo la tele. -Toma, esto por tener tan buen
perder. Y le propiné con parte de los caramelos que me quedaban. Y cuando me disponía a levantarme
del sofá, me agarró del vestido y me hizo sentarme de nuevo. -Sí, es verdad que Martín marco
el gol…pero en propia puerta, - y acto seguido metió su mano en el bolsillo, cogió
el botín que me quedaban y se despidió con un guiño.
A veces vivimos empeñados en
destacarme en competir por ser os mejores en cosas tan nimias y tontas como un
partido de fútbol jugado con papel de aluminio, arrasando a nuestro paso, sin
tener en cuenta que muchas veces los que nos rodean también necesitan ganar. Si lo
viviéramos aunque fuera solo por una vez nos daríamos cuenta de la felicidad
está en la sonrisa del otro.
Nando podría perfectamente hacer
ganado él; era lo justo, pero su recompensa fue mejor que un puñado de
sugus.
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